La Plaza se estaba llenando de gente. Era el tumulto que   anunciaba un día de juicio, sentencia y ejecución. Al parecer, un joven llamado Esteban, de origen griego, decían que blasfemaba contra los profetas y contra Dios, porque aseguraba, que Dios era algo más que el sentido intangible de un ser, que no solo estaba en el templo, si no en el interior de cada una de las personas que lo acogían; que formaba parte de una bondad, que trascendía al sentido de la palabra, y encontraba su verdadera expresión, en el noble actuar de cada día. 
            Había atacado a los sacerdotes, por la dureza de su corazón, con motivo de la traición encaminada al homicidio del Justo, que había muerto en la cruz, y proclamaba su gloría, situándolo a la altura del Padre. 
            La decisión del pueblo de ejecutar, mediante la lapidación, al discípulo de Jesús, se realizó en el acto. Lo arrastraron fuera de la ciudad, depositaron sus ropas a los pies de un joven llamado Saulo – después San Pablo – y apedrearon a Esteban hasta su muerte. 
            Su fiesta, desde tiempo inmemorial, se celebra, por parte de la Iglesia Católica, el 26 de diciembre. La falta de documentos que nos aclaren los primeros siglos de nuestra religión deja en la nebulosa los datos históricos de San Esteban. No sabemos la fecha exacta, ni el lugar de nacimiento, ni la fecha de su martirio, aunque, se supone, que fue en el año 36, o sea pocos años después de la muerte de Cristo. 
            A través de los Hechos de los Apóstoles, nos llegan noticias de que fue el primer Diácono de la nueva fe y se le considera el Protomártir del cristianismo.  Es, por tanto, uno de los pilares sobre los que se   cimentó el desarrollo de la nueva doctrina. 
            La apuesta de la vida, en defensa de unos ideales, estremece. Es la semilla lanzada por la mano del campesino que confía en su tierra y, a pesar del azote del viento, que la desperdiga, mantiene, con firmeza, la cara al cielo. Es el supremo sacrificio, ese punto de apoyo que necesita la palanca, para mover el mundo. No es solo el amor a la esperanza, si no la gran esperanza del amor. Y con esta siembra, fructificada, la Iglesia ha caminado sobre los días de la historia, a horcajadas de blancos alazanes.

                                                                       

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