
No era una promesa para el año que empezaba. Su caridad se asentaba en su pensamiento desde que era una niña. Jamás había sentido la tentación de romper un juguete, porque, le impedía conciliar el sueño, la desgracia de aquel objeto, y si alguna vez había ocurrido, sin su culpa, buscaba la forma de arreglarlo, o de que se lo arreglaran, molestando a cualquier miembro de la casa que pudiera hacerlo, incluso llorando y pataleando, si no lo conseguía, imaginándose, en su sueños de niña bondadosa, la dolorosa inactividad a la que, dicho trasto, estaría sometido en el futuro.
Creció, amparando a cualquier animal, que, sospechara, que sufría. Subía a cualquier árbol, para socorrer a un pajarito, al parecer desvalido, e incapaz de volar, a pesar de que, ni una sola vez, estuvo en lo cierto. Gemía, al despertarse, ante la eventualidad de que el gorjeo de las aves cuyo sonido invadía su habitación, fuera el dolor de las desgracias que pasaban por su mente. Corría, a depositar su óbolo en el banco, a favor de la catástrofe que se produjera en cualquier lejano país del mundo. Ponía carteles, ayudando al propietario, cuyo gato se hubiera extraviado. Se preocupaba de que el veterinario, al que pagaba, esterilizara a las gatas abandonadas que parían en un solar, y, cada día, les llevaba leche a los gatitos hasta que podían valerse, aunque, primero, trataba de colocarlos entre su conocidos, pero odiaba a su vecina que le había pedido ayuda, porque tenía verdadera necesidad física y psicológica de abortar. Recogía cualquier perro callejero, lo lavaba, lo alimentaba, lo vacunaba, y le daba cobijo en su propia casa. Clamaba, durante horas, a la puerta del Ministerio, para logar la curación de la causa por la que las hienas emitían un grito, semejante a la risa, y, sobre todo, de que tuvieran que alimentarse con excrementos, cuando se tiraba tanta comida en buenas condiciones.
Acudía a la Iglesia y, en cuanto podía se acercaba al confesionario, a contarle al cura de turno, lo caritativa que era. Todos le mostraban su satisfacción por el amor que sentía por los animales, y por cuantas desgracias lejanas surgían. Pero, en un relevo de confesores, llegó un joven, que le puso de manifiesto, que lo que hacía, tenía mérito, pero que la caridad, la verdadera caridad, era la ayuda que se le daba al prójimo necesitado, y, que ese gasto y dedicación, debía entregarlo a las personas que lo necesitaran, empezando por las más allegadas, porque siempre habría algún vecino o algún familiar que lo necesitara. Debía pensar, continuó el sacerdote, que la religión, que sustenta la confesión que estás realizando, y, esencialmente la vida, tiene como fundamento el amor al prójimo, y, nadie, más prójimo que la familia.
¡Qué cura tan estúpido! ¡ayudar a una persona cercana, o familiar, mejor que ayudar a los pobres animalitos, o a las victimas de los terremotos de Tegucigalpa. Iré a rezar, se lo contaré al Cristo, y, le hará recapacitar. Se acercó a un altar, en cuya mesa había un crucifijo, a quién después de rezarle, le contó, airada, el consejo del confesor, citando a San Francisco de Asís, que decía que los animales te daban su amor sin pedir nada, y a San Antón que los bendecía, mientras los humanos eran desagradecidos, y acabó pidiéndole alguna señal, sobre su forma de actuar.
Cuenta el sacristán, que oyó un gran ruido en el altar pequeño, y cuando llegó, vió al Cristo, con una mano desclavada, sangrándole la frente por la presión de nuevas espinas, el rostro desencajado, mirando fijamente a la muchacha, quién, con asustada cara de incredulidad, se tocaba la mejilla, donde estaban, intensamente marcados, cinco dedos, como respuesta del Divino Crucificado a la señal pedida.