Las nubes negras que cubrieron el canto de difuntos el día de ayer, se fueron retirando con la urgencia con que se procura alejar la mente  de las tragedias. La luz de la primavera, ajena al drama, iluminaba las costas del mediterráneo; las sinagogas seguían recibiendo a los mas religiosos de la comunidad, y el mundo seguía girando en el circulo que forma la vida de cada persona. Cada vez que me enfrento con el irresoluto  problema religioso, me baila la mente al compás de suaves valses en un agotador volteo, dada la incoherencia de las narraciones que nos exhiben, y los hechos que, pasados por la criba del razonamiento, tenemos por ciertos.  

  En este día de luto e incertidumbre, producto de la realidad de una  trágica muerte y la promesa de la resurrección, la mente repasa los hechos, contrasta la verdad del predicamento y nunca llega a unificar la fe y la razón. La tragedia del Gólgota sería, en si misma, el último acto de unas profecías cumplidas, pero fracasadas, por lo inútil de la finalidad propuesta.  

  Para el proyecto religioso que nacía, la muerte no era necesaria, ni siquiera la resurrección, porque ambas situaciones no son determinantes.  La religión siempre  envuelta en la negra bruma con que se vislumbra el pensamiento de la eternidad, después de esta vida; el segundo, siempre dudoso, como todas las expectativas de los milagros. 

  María abandona la cruz, a la que, para los creyentes,  siempre permanecerá unida – “yuxta crucem, lacrimosa, dum penjebat fillio”, – y desaparece agotada de dolor.  El hijo ha muerto, siguiendo los designios de un Padre, Dios Eterno, y, para ella, seguramente, desconocido y lejano. Caminará al margen de su doctrina, hasta que, pasados  los siglos, un decreto, declare su, también, innecesaria virginidad.  

  Los Apóstoles, desconcertados ante la tragedia inesperada, se han esparcido entre sombras de dudas, cercenadas sus futuras ilusiones, por los  lacerantes matojos de una vida siempre solitaria; sus mentes vacías, no pueden reconocer los caminos, lejanamente insinuados por el Maestro.  

  Pablo, verdadero hacedor del Dios que nació Hombre,  aún no ha caído del caballo, cegado por la luz que lanzaría  la buena nueva  al mundo, a través de  un argot que definiría las nuevas creencias,  al paso de los siglos.  Hacia falta dotar a todo ello de  esperanza, ese grito interno que sublima los aconteceres, siempre mediocres, en el quehacer diario y que, en este caso, nace de la fe. 

  Porque se habla de caridad en el Cristianismo, como motor de las conciencias, pero la caridad nunca germina sin el abono de la esperanza. Sin caridad, es verdad, no valemos nada, pero sin esperanza,  no somos nada y, en el cristianismo,  sin fe, no hay esperanza. Y es esa inseguridad de futuro, la que puede celebrarse el Sábado de Gloria y la que nos une a la idea de una Resurrección, que se proclamará  con gestos apenas reconocibles. 

  La piedra del sepulcro se habrá removido sin testigos y los guardianes volverán a confundirnos, con  nuevas proclamas de  milagros. Los apóstoles creerán reconocer al Maestro, cuando recorran los caminos sin destino alguno. Y al final tenemos que concluir que esta tragediatiene el mismo sentido, cualquiera que sea la realidad,  siempre que el amor que, Aquel Hombre o Dios, predicaba,   permanezca con nosotros hasta la consumación de los siglos.

                                      

                                                                                                  

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