No sabemos porqué los Evangelios agrupan los días pasando, levemente, sobre el Sábado de Gloria. La muerte acaecida el viernes, tendría poca significación sin este día, sin historia, que precedió a la resurrección. La tragedia del Gólgota sería, en si misma, el último acto de unas profecías cumplidas, pero fracasadas, por la inutilidad de la finalidad propuesta. Para el proyecto religioso que nacía, la muerte no era necesaria, ni siquiera la resurrección, porque ambas situaciones no son determinantes. La primera envuelta en la negra bruma con que se vislumbra el pensamiento de la eternidad después de esta vida; la segunda, siempre dudosa, como todas las expectativas de los milagros.
María abandona la cruz, a la que, para los creyentes, siempre permanecerá unida – “yuxta crucem, lacrimosa, dum penjebat filio”, – y desaparece, agotada de dolor. El hijo ha muerto, siguiendo los designios de un Padre, Dios Eterno, y, para ella, seguramente, desconocido y lejano. Caminará lejos de los Apóstoles y de su doctrina, hasta que, pasados los siglos, un decreto, declare su, también, innecesaria virginidad.
Todos ellos, desconcertados ante la tragedia inesperada, se han esparcido entre sombras de dudas, cercenadas sus futuras ilusiones, por los lacerantes matojos de una vida siempre solitaria; sus mentes vacías, no pueden reconocer los caminos, lejanamente insinuados por el Maestro. Pablo, verdadero hacedor del Dios que nació Hombre, aún no ha caído del caballo, cegado por la luz que lanzaría la buena nueva al mundo, a través de un argot que definirá las nuevas creencias, al paso de los siglos. Hacia falta dotar a todo ello de esperanza, ese grito interno que sublima los aconteceres, siempre mediocres, en el quehacer diario.
Se habla de la caridad en el Cristianismo, como motor de las conciencias, pero la caridad nunca germina sin el abono de la esperanza. Sin caridad, es verdad, no valemos nada, pero sin esperanza, no somos nada. Y es esa seguridad de futuro, la que puede celebrarse el Sábado de Gloria y la que nos une a la idea de la Resurrección, que se proclamará con gestos apenas reconocibles.
La piedra del sepulcro se habrá removido sin testigos y los guardianes volverán a confundirnos, con nuevas proclamas de milagros. Los apóstoles creerán reconocer al Maestro cuando transitan las tierras sin destino previsto. Y al final tenemos que concluir que la resurrección tiene mucho más sentido, cualquiera que sea la realidad, si la vemos como la esperanza que – Hombre o Dios, predicando el amor, – permanecerá con nosotros hasta la consumación de los siglos.