Andadora de caminos, era como una pluma al viento, cuando las sombras empezaban a invadir el día. Cuerpo esbelto, tacón alto, falda corta, y el contoneo de sus andares, atraía las miradas de cuantos, anochecido, presenciaban  la exhibición  de su carnal mercancía, realizada con aparente descuido y total indiferencia. Perfumada de forma sutil, era la esperanza embriagadora de noches misteriosas, de deseos soñados y amaneceres frustrados. Había nacido como una amapola de blancas hojas, en uno de tantos muladares que existen en los barrios de las grandes ciudades, acuciada por el hambre, sojuzgada por los hombres y explotada por la familia, a la que ayudaba desde su más tierna edad. Ayuda que   pagaba con su cuerpo, única moneda de la que siempre dispuso, y todos aceptaban de buen grado.
            Esta vida,  basada en producir ciertos goces y, a veces, hasta recibirlos, se vio truncada por la presencia de un figurín de fluida labia y buena planta, en un lujoso bar en el que solían  encontrarse, el deseo extemporáneo de  adultos enriquecidos, y la belleza profundamente enjoyada. Era el escaparate  de unas transacciones, cuyo objeto consistía en obtener  momentáneo placer, y disimular el posterior arrepentimiento, excepto para los que, como el referido sujeto, se beneficiaba del producto de ambas partes.
             Tan miserable explotador, supo llegar al fondo de su corazón, solitario y torturado, a pesar de su amable carácter y continua  sonrisa. Supo ilusionarla con los mismos argumentos que ella utilizaba, aunque, por esas humanas y misteriosas razones, parecía desconocerlos.  Supo tratarla, a partes iguales, con  extremado cariño y  grosera exigencia, introduciéndola en un círculo de aparente libertad y total sometimiento, hasta que, convertida en un pelele, consiguió esclavizarla, disfrutando de su belleza y vendiéndola al mejor postor, en los momentos de gloria, o, simplemente, a cualquier postor, cuando la necesidad lo requería.    
            Por sus interesadas decisiones, en plena juventud y belleza, tuvo que rechazar multitud de ofertas de relativos amores, arropados por estabilidad  económica, en las que se le exigía unas relaciones semioscuras, toleradas por la sociedad en la que se movía. La obligó a repudiar ofertas dinerarias, sujetas a ciertas obligaciones, compatibles con una forma razonable de comportamiento.  Tuvo que abandonar ricos caprichosos con los que hubiera tenido abundantes lujos, quizás no eternos, pero, con seguridad, portadores de un descanso aceptable, teniendo en cuenta su forma de vida. Y cansada de falsos placeres y tortuoso vivir, empezó a  deslizarse por las borrascosas noches de la droga.
            Y cuando su mundo se hundía, le fue dado ver, a través de unos ojos enamorados,  su miserable existencia,  iniciando, de la mano que se le tendía,  un camino con destino fiable, y, cabalgando sobre la esperanza, encontró la parte de felicidad, a la que todos tenemos derecho.

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