Cuando me pongo al ordenador y el hombrecillo de turno –algunos lo llaman musas – no me dicta lo que tengo que escribir, lo mejor es pasear y contar lo que he visto. Esto es lo que hice ayer. Abandonamos, Maribel y yo, nuestro refugio de Alaró, en un día de plena primavera. Las montañas de la Sierra de Tramontana recortaban el firmamento pudiendo, casi, contarse los pequeños pinos que nacen entre sus rendijas, creo que sin más ilusión que la de poder ver, a lo lejos, el mar, atacando, o acariciando, las playas, según el momento, en las distintas épocas del año. Nos adentramos en terreno ignoto, -luego os diré porqué – cruzando parte de los terrenos del Pla de la Isla, en un ferrocarril que nos puso en Palma, Plaza España, en veinte minutos. Funciona con una precisión de reloj suizo, por lo que no creo que intervenga el Pacte de Progrès que nos desgobierna. Los campos de vides de Santa María, con un verde brillante, y en pleno crecimiento, era el contraluz de un cielo azul infinito. Él solo abarcaba nuestro mundo, y el verdor hizo renacer en mi interior la esperanza, de que finalice ese rio humano de personas, y, sobre todo, de niños, invadiendo los caminos de una Europa inclemente, bajo la protección de unos dioses, tan adorados, como sordos a tanto sufrimiento. Nos desplazamos hacia el Borne, con intención de pasear por las calles colaterales, que hacía tiempo que no frecuentábamos, y frente a la Iglesia de San Nicolás, nos sentamos en la terraza de un bar, donde, de repente, nos dimos cuenta que habíamos llegado a otro país, otro mundo en el que las personas, paseaban vestidos de otra manera, tenían otro color de piel y hablaban otro, mejor dicho, otros idiomas. Desde la camarera, que nos explicó que la tortilla, era muy buenas porque la hacemos acá, hasta nuestros vecinos de mesa que nos trasladaron a un desconocido país asiático. De pié, al cobijo de la Iglesia, una mujer, guitarra en ristre y con una pequeño altavoz, interpretaba canciones cuyo autor no pudimos descubrir. Cuando pasó la bandeja, alguien a nuestro lado con acento extraño, le dijo que si podía cantar un pasodoble, a lo que le contestó, con un español aprendido de oído, que no, que solo sabía aquellas canciones, porque las había aprendido para enseñárselas a un ciego amigo. Antes de seguir nuestro camino, la cantante fue sustituida, por un hombre con un típico sombrero, una guitarra, que tardó en afinarla, con una lentitud propia de una filarmónica, y sin altavoz, por lo que parecía que empezaba a cantar. Digo que parecía porque, con el ruido de la calle, podía haber traído su actuación, cantada desde casa, porque con los gestos le hubiera bastado. Entramos a ver una tienda de antigüedades y, un señor, seguramente el dueño, con acento extranjero, pienso que holandés, nos preguntó si estábamos de viaje. Le contesté que procedíamos de tierras extrañas, de un lejano pueblo llamado Alaró. Me miró sonriendo, y, siguiendo la broma me contestó, yo he estado allí, me gusta mucho. Viven muchos ingleses y alemanes, y, acentuando la sonrisa, terminó la frase diciendo, y hasta algún mallorquín.