
Octubre en Alaró
Las hojas van cayendo lentamente, movidas por una brisa cálida, coletazo del final de un verano largo y pesado. Las observo, y al trasluz del día, las imagino como las hojas del calendario, que, con inusitada prisa, aceleran el paso de los años; vuelan sobre las estaciones, y siento que se agolpan en el declinar de mi otoño.
Ahora, que el día huye con prontitud, la luna se deja ver como un astro desdibujado y temeroso, pidiendo permiso para manifestarse, - a veces espléndida, a veces cuarteada – en un firmamento de estrellas, lejanas y misteriosas. Hay días que un velo la cubre, cual novia pudorosa que se ocultara, de tantos luceros como la pretenden.
El sol, al declinar tras la sierra de Tramontana, enrojece las nubes, y su reflejo, es un grito callado y violento, dirigido al mundo de cuya vista va desapareciendo. Es posible que quiera advertirnos, antes de esconderse entre las sombras de la noche, que el mundo también sangra, aunque no sabe, como nosotros, que, a no tardar, amanecerá, y el alba, borrará los horrores del pasado.
Este año las uvas no han sucumbida a las abejas porque ha sido un verano duro, y, por unas extrañas condiciones apenas han progresado. Los racimos no han estado encerrados en las bolsas de papel, que los protegían contra madrugadores pájaros que, aprovechando el punteo de las abejas las vacían sin la posibilidad de que lleguen a madurar.
Pasan los octubres, o, más bien, mis octubres, poseyéndolos en la esperanza, aunque solo sea, para poder agarrarme a estos otoños, que me permitan resistir el empuje de unos inviernos siempre peligrosos.
Este mes, corriendo sobre el otoño, es la indefinición de la esperanza. Parecía que cuando terminara tan caluroso verano, encontraríamos el bienestar, con temperaturas pacíficas, y que los paseos, lentos y cansinos, se desarrollarían en la esperada tranquilidad del campo. Sin embargo, la lluvia y los vientos, caprichosos en la forma de producirse, no siempre permitirán el ejercicio de tal actividad.
Las montañas, -nuestras montañas, - en algunos amaneceres, se ocultan tras una niebla que, al correr el día, levanta, y un sol mortecino, inunda el jardín, vistiéndolo de evocación, y lo va transformando en colores indefinidos, con el olor propio de la melancolía. A veces parece una primavera incipiente, pero, pronto, el mundo que nos rodea nos sitúa en la estación real. Es la misma falsa sensación de juventud, que muchos creen disfrutar, en el Octubre de sus vidas.
El mes que ha empezado, es el dios pagano de la misteriosa religión de la naturaleza. No practica ninguno de sus ritos, pero su actuar indeterminado, inconstante, es como el cúmulo de creencias, que, sin más sustento que la fantasía, han acompañado al hombre, desde el principio de todos los tiempos.
Las noches empiezan a ser frías, pero no tanto como las de esos caminantes, desheredados de la tierra, que rezando al alba de cada día, a tantos y tan diferentes dioses, deambulan olvidados de su misericordia.




