La mañana siempre aparecía con la niebla propia de la estación. La tarde discurría con un espíritu un tanto brumoso, quizás por el extraño recogimiento con que discurrían las conversaciones. La gente se agolpaba alrededor de las sepulturas de los familiares y amigos, coincidiendo con el cura, que, revestido con casulla y estola, iba recitando unos responsos, con la mano extendida, donde los deudos de los beneficiados por la oración, depositaban unas monedas. Las lápidas y los nichos estaban adornados con pequeños ramos de flores, un tanto mustios, como si, con tal decaimiento, quisieran poner de manifiesto la rapidez con que se llega al último destino. Cuando viene a mi memoria el recuerdo de tales días, siento el frio que apenas se mitigaba con aquellas raídas ropas de abrigo, y, con cierta desgana, nos desplazábamos con los padres, a su pueblo de origen, para depositar unas flores sobre un cemento áspero, frio y desangelado, sin que, a continuación, encontráramos motivo alguno para permanecer allí. Ello no era obstáculo para que pasáramos horas, pues una visita rápida, parecería falta de cariño, o, al menos de respeto, y los mayores se negaban a partir, como si trataran de retrasar una separación, casi siempre lejana en el tiempo, o abandonaran a personas, que parecían cuasi presentes, y que, aún, formaban parte de nuestra familia.
           Hace muchos años que no he vuelto a los cementerios, ni este día, ni ningún otro. Permaneciendo de pie, ante una losa de mármol, tratando de conversar con un silencio, ya eterno, a través de un pensamiento lógicamente desvaído, no es la forma de revivir ninguno de los momentos, que se hayan podido compartir con los seres queridos, y, este olvido, por otro lado necesario, siempre me ha producido una sensación de fría ausencia, de infinita melancolía, de profunda tristeza.
          Ahora procuro recordarlos paseando lentamente por el jardín, viendo las flores, también marchitas, pero sin que me afecte tan doloroso silencio; me da la sensación de que queda diluido en el pensamiento, porque las flores renacerán, y la esperanza seguirá inundando mi mente. Su recuerdo, se entremezcla con el pensamiento de mi futuro, como pasado, porque, también, un día, los hijos y los nietos, – mis cenizas aventadas – pasearán, recordándome, por algún tranquilo jardín, con nuevas rosas rojas, símbolo de la pasión que debe regir, e impulsar, el transcurso de sus vidas.

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