He dejado de ver la nieve en la montañas que forman el horizonte de mis mañanas, cuando la esperanza se va asentando en mi cerebro, el paisaje empieza a iluminarse en mis ojos y la alegría de vivir me envuelve. La llegada del sol vacilante ha revolucionado la vegetación, y, las flores, empiezan a luchar con la intención de ponernos de manifiesto, los colores que iluminarán la primavera. Los almendros está cediendo la belleza de su blancura, adquiriendo un tono violáceo, más acorde con el frio que se aleja. El viento obliga a cimbrearse a las palmeras como aquellos indecisos pensamientos de mi lejana juventud; vibra con un agrio sonido que amenaza con arrasar la naturaleza, obligando a los pajarillos a cejar en sus trinos, para reiniciarlos, cuando pasan las ráfagas y el sol comienza a vislumbrarse entre las nubes. Es un mes revolucionario, imprevisible, creador de vida al transportar por el espacio el polen, que fecundará las plantas, ofreciéndole a las abejas la alimentación necesaria, para llenar de miel las colmenas. Es la transición en el desorganizado clima del mundo. Va discurriendo por el tiempo en que los campos se mantienen con la esperanza de recibir, lentamente, la lluvia, que le permita ofrecer un futuro de floración sana, mientras los montes aún exhiben la blancura de sus nieves, más o menos, perpetuas. Es la esperanza del porvenir, la huida del pasado. Es la desarmonía de nuestro mundo, que se mueve entre los suaves inviernos de la Isla y la dureza de los veranos, que, paradójicamente, aportan el bienestar que disfrutamos.