Nació con la ilusión de la idea preconcebida. El grupo compuesto por los discípulos más cercanos, después de un pequeño refrigerio, en el que se ordenaron las consignas, recorrieron la ciudad predicando la buena nueva, que se materializaba, poniendo de manifiesto el cumplimiento de las profecías. La esperanza, mantenida durante tantos años en el corazón de los ortodoxos, se transmitía al pueblo como una realidad presente y cierta. La idea de un Mesías, conductor de masas y hacedor de milagros, capaz de liberar al pueblo elegido del yugo invasor, se recibía como algo sabido. La lluvia fina del predicar de los profetas, había preparado el cauce, que recogería, en su momento, el aguacero de la tormenta, que empezaba a caer sobre la Pascua, con el manto negro de la desventura. El grupo, dividido de dos en dos, predicaba la llegada de una nueva época; recorrían los mercados, o acudían a las concentraciones de familias, unas llegadas a Jerusalén con el sentimiento religioso presidiendo sus actos, otras, celebrando con alegría el rencuentro con sus allegados, para celebrar los ritos del culto. El Maestro, después de recorrer en el anonimato las calles de la ciudad, que preparaba las fiestas más populares del año, se dirigió al Templo, quizás con la esperanza de encontrar gente suficiente para efectuar los rezos de la mañana. Pero la realidad era otra. La multitud que inundaba el templo y sus alrededores, no tenía intención de rezar. Habían instalado un mercado con todas las provisiones que se utilizaban en días tan señalados, intuyendo la clientela que tendrían, cuando acudieran los más religiosos, a cumplir el rito pascual. No describen los evangelios los sentimientos que movieron, al que, llamaría San Pablo, en señal de mansedumbre, El Cordero de Dios, para arremeter, verbalmente, contra aquel comercio invasor del centro sagrado de la ciudad, o, látigo en mano, contra los cambistas, instaladas sus mesas en el atrio, practicando una actividad, casi siempre de usura, cuyos perjudicados, desde todos los tiempos, han sido los más necesitados. Desmantelados los negocios, empezó a extenderse entre los presentes la personalidad del Nazareno, el mago que realizaba curaciones, entre las que se encontraba la resurrección de Lázaro, a cuya casa, en Betania, se trasladó, seguido por la muchedumbre. Lo recibió la familia, y Maria Magdalena, siempre presente en la descripción de los evangelios, siempre unida sentimentalmente al Maestro, en los apócrifos, siempre sufriendo junto a María, virgen por decreto, cuando se consumó la tragedia. Mientras Marta, hija de Lázaro, servía la cena, Maria Magdalena destapó un tarro de perfume de nardo, con el que ungió los pies doloridos del divino caminante, secándoselos con su melena, en un inédito, y hasta hoy incomprendido, gesto de amor.

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