
LUNES DE AGUAS EN SALAMANCA
(Dicebamus externa die)
Con motivo de la conmemoración del Lunes de Aguas, los recuerdos se agolpan en mi mente, a pantallazos, como una antigua película muda, en la que las imágenes se superponen con irregulares tiempos de permanencia. Mi promoción de Derecho, 1.950/55, estudió los tres primeros cursos en el edificio de la Universidad de Salamanca; el de la fachada del estilo plateresco más puro de España; el que acoge la cátedra de Fray Luis, popular por el “decíamos ayer” que encabeza este escrito, y el que soporta, en su pared posterior, frente a la Catedral, las palabras del Licenciado Vidriera, reconociendo la Salamanca que enhechiza la voluntad de volver a ella, a los que han gustado de la apacibilidad de su vivienda. En aquella época, se comía el hornazo, como una fiesta familiar, pero no se comentaban los orígenes del, llamado, Lunes de Aguas, seguramente porque la Iglesia, auténtica represora durante el Franquismo, tenía, igual que ahora, verdadera aversión a todo lo que se relacionara con el sexo.
Hoy, que Marian me lo ha recodado, puedo contaros los motivos por lo que este Lunes se apellida “de Aguas”. Hacia la mitad del S. XVI, mientras Madrid tenía once mil habitantes, Salamanca tenía ocho mil, contando, solo, los estudiantes, lo que nos da una idea del ambiente de la Ciudad en aquel entonces; y, entre ellos, había gente de todas clases, especies y raleas, desde criados a señoritos de postín, llegados de toda Europa, porque “Salmantica docet prima omnia scienciarum”[y con todos ellos, un complejo mundo humano, plagado de criados, mozos de cuadra, curas corruptos, prostitutas para todos los bolsillos y dones, rameras con más bachillerías que los propios estudiantes, que, formando un totus revolutus juvenil, consiguieron que Salamanca, además de ser un reconocido centro de sabiduría, llegara a tener la consideración de mejor burdel de Europa.
Felipe II, bien motu propio, o por herencia de sus Católicos antepasados, debió ser un poco meapilas, o comesantos, y con motivo de la boda con su prima, María Manuela de Portugal, conoció, horrorizado, tal ambiente, y la Iglesia ante el peligro de que las almas se perdieran en aquel mundo de cuerpos usables y usados, amparada por la prohibición de comer carne con motivo de la cuaresma, ampliaron tal mandato a todo el trato carnal, y, con el beneplácito del Rey, durante esos cuarenta días, la prostitutas eran desterradas, extra muros, entre la otra orilla del Tormes y Tejares.
Pasada la cuaresma, y terminada su Octava, o sea, el Lunes siguiente al de Pascua, las prostitutas, tenían que incorporarse a su actividad y como les prohibían la entrada a la ciudad por el puente romano, sin haberse confesado, tenían que volver atravesando el rio en barca. Por tal motivo, sus clientes universitarios iban a buscarlas, y organizaban una gran fiesta, donde comían los hornazos con buen vino de la sierra, y establecían las relaciones propias de unos jóvenes con las hormonas desbocadas, y unas compañeras, complacientes, deseosas de disfrutar, tras la larga Cuaresma, practicando las enseñanzas recibidas en la licenciatura de la profesión más antigua del mundo. Al caer la tarde, seguían la fiesta, atravesando de vuelta el Tormes, en barcas engalanadas y frágiles, y, cuando alguna de ellas, ayudada o por descuido, caían al rio, el hecho se ponía de manifiesto, con un gran jolgorio, al grito de “¡¡¡putas al agua!!!” cuyo elemento ha definido el Lunes en cuestión[2].