La Leyenda de las montañas de Alaró

Montañas

La entrada en Alaró,  está  presidida por  el cementerio, pacientes  sepulcros,   que  ven  pasar  las vanidades de este mundo,  y han descubierto para  bien,  o,  para mal, la nebulosa de nuestro misterioso futuro.  El   pueblo  se extiende por una serie de  cuestas,  que,  empinadas, sobre un  llano,   prácticamente  inexistente,   se  acaban  por colgar de la  ladera  de  las   montañas,  quizás las más conocidas de la Isla, que llevan mirándose desde cientos, quizás miles,  de años. Las paredes  son  casi lisas y blancuzcas.  Leve vegetación se ha hundido   en pequeñas fisuras,  que forman arbolillos.  Parece imposible que  de tal masa de piedra,  pueda producirse alimento  para desarrollar planta alguna.  En la cima y en el resto,  donde se encorvan y aplanan, la vegetación es abundante. Sobre todos los pinos. Rectos o inclinados, levantan las ramas perpendiculares al cielo.  El viento, casi  siempre  suave,  cimbrea  su  espíritu,  en      conversación  eterna.  Mas  bien de murmullo  eterno,  salvo  cuando  los  relámpagos las ilumina y el  trueno  alerta  su  discusión. Mucha gente no lo sabe, y, quizás, no se lo crea,  pero  yo  estoy seguro,  que los truenos no son más que  una   salida de tono de tan callada naturaleza.

Entre  ambas montañas,  se forma un abrupto  valle,  por  donde camina el viento del norte,  refrescando las  calurosas  noches de verano, y quemando nuestros naranjos, y persianas,  en invierno. Es un viento inquietante, nunca es brisa acariciadora que susurre dulces cuentos.  Siempre es duro,  lacerante. Quizás por eso cuentan de él que encaramado en la cima,  uno de los  pocos días que abandonó el valle,  lanzó al mundo un desafío que, al parecer,  nadie recogió;  y sintiéndose  invencible  lanzó,   sin  temor,  sus  maldiciones  que,  en  un  extraño  remolino,  subieron al infinito. Y al igual que le ocurriera a   Kirkegaard cuando, cara al cielo y puño en alto,  maldijo  contra  Dios,  en  las desiertas llanuras de  Jutlandia,  no  tardó en hallar respuesta.

Los   vientos  se  desataron  desde  los   otros   tres cuadrantes,   y  las  piedras,   convertidas  en  estrellas, danzaron  entre  las dos cimas de las  montañas.  El  vértigo   rompió  los  pinos y las montañas se vieron acuchilladas  en  esa  extraña  forma que hoy se muestran  todavía  al  mundo.  Sobre  sus  laderas,  caminaron extraños seres cuyo  zumbido arrastró  la casi totalidad del pueblo.  El castillo se llenó de extrañas  figuras  que   amalgamadas,  supusieron la desesperación  del  sexo, en  la arbitrariedad de  un  mundo, hasta entonces desconocido. Se sucedieron los rituales sobre llamas enrojecidas que salían de enormes tinajas, semejantes a los cuadros con que a veces se satanizan las ejecuciones de la inquisición. Y un grito desgarrador puso en movimiento  la  orgía  mas desenfrenada que jamás la mente  humana  pudo soñar.   Enormes  seres  con  pequeños  cuernos  y   pezuñas sangrantes, envolvieron, en  infernal  abrazo,   a  unas  misteriosas  damas,  que  surgían  de un espectro  de  azufre alienador.  El ritmo se volvió frenético y, llegada la noche  la  luna se escondió  atemorizada de tamaño  espectáculo.  La  danza solo había empezado, pero nadie, realmente, la vio.

Se ha quedado en elucubraciones,  que el mito descubre,  cuando los lugareños, cuentan, solemnemente, y,  siempre en voz  baja,  que un grito desgarrador puso en movimiento la  orgía mas desenfrenada que vieron los tiempos.

 

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