Las palmeras del jardín, son altas y esbeltas. Siempre pienso en la enorme extensión que deben tener sus raíces, para soportar el empuje del viento sobre su delgado tronco, sobre todo cuando las veo cimbrearse. Ceden levemente, y vuelven a recuperarse, en una enigmática y sabia defensa, que les impide quebrarse. Están coronadas por ramas en cascada, formando hojas típicas, moldeadas por la continuación de las propias ramas sobre las que inciden. Son una extensión verde brillante, con canalillos semejantes a una gran mano, bamboleándose en el espacio. Verdes látigos ondeando al viento, verdes puntas que señalan la esperanza de volar, si un día las raíces perdieran su fortaleza. Son las plantas más humanas, porque tienden, como tales, a entrar en un firmamento eterno y desconocido, reservado al misterio de los dioses. La esperanza de la felicidad, esa felicidad, tan buscada como desconocida e inalcanzable, nos la imaginamos sin aditamentos, desnuda, y siempre es interior, mientras que en las palmeras se exterioriza de forma evidente, mediante su exquisita vestimenta, acercándose a ese cielo infinito, venidero y misterioso del que todas las religiones hablan, pero ninguna lo pone de manifiesto.   Cada cierto tiempo, posiblemente cada año, las ramas más cercanas al suelo se secan, cambiando su verdor por un amarillo mortecino, que vuelve su mirada a la tierra, mientras el resto de las hojas, se extienden hacia el inmenso vacío que pretenden alcanzar, a pesar de que saben que nunca lo van a conseguir. Me gusta contemplarlas, porque siempre están sobrepuestas al espacio que conforma el fondo de un cuadro enorme y cambiante. En este tiempo, suele ser azul, como si la naturaleza quisiera contrastar el verde brillante de sus hojas con el azul del firmamento. En otras estaciones las nubes blancas son su amoroso cobijo, y, cuando las nubes negrean, oscureciendo el firmamento, y el cielo cruje atravesado por gruesos relámpagos, las palmeras permanecen impávidas y elegantes, elevadas en su mundo, con esbelta gallardía. Me imagino la admiración del resto de las plantas, viéndolas vibrar en tales momentos, o, en su placidez, cuando la calma invade, de nuevo, el jardín. Yo también las admiro. Desde la sombra protectora del pinar, amodorrado, como aconseja la naturaleza que me rodea, mis pensamientos se dirigen hacia esas alturas que recibiendo sol y viento, están en un movimiento constante, tan lejano de la quietud que acoge mi andadura.