Como he escrito muchas veces, en Alaró no tenemos mar, por lo que, cuando la temperatura lo aconseja, hay que buscar alivio en un sucedáneo llamado piscina. Nunca he sido un forofo de la natación, bueno, en realidad, nunca he sido un forofo de nada que suponga un esfuerzo físico. Siempre he creído que el cerebro mueve todos los músculos del cuerpo, y, con tal impulso, cumplía con el mandato de los que entienden, que es necesario ejercitarlos. Por eso cuando Maribel – que es la que se encarga de tener instalado el campamento – coge mi portátil y no tengo más remedio que seguirla, mi intención no es usar la piscina, aunque, posteriormente lo haga, si no ponerme al abrigo del habitual calor húmedo, que inunda la Isla. Aposentado en una semitumbona con el escritorio sobre las piernas, me convierto en un mirón, porque la contemplación de lo que se ve en cada lugar y momento, es una parte importante de lo que, para mí, es vivir la vida. Siempre recorro el jardín, y lo conozco – lo hicimos nosotros – pero hasta que no lo he mirado con la atención del desocupado, no me he dado cuenta de la cantidad de colores que existen en las plantas que conforman esta naturaleza, y no me refiero a la variedad de colores, si no a los matices de alguno de ellos. En estos momentos, contemplo varios verdes, completamente distintos. El verde de una planta de bambú – que ha crecido, yo diría, por generación espontánea, y lo ha hecho lentamente durante años, pegada a la pared de la piscina, – es diferente del verde brillante de las palmeras, o del verde de la morera que veo al fondo, o del verde oscuro de los algarrobos que cubren, alineados con la pared, el camino hasta la puerta de entrada, y, por supuesto, – aunque no forme parte de los que podíamos llamar naturaleza, – del verde azulado del agua de la piscina. Y arropando estos verdes y sus matices, está el verdiazul del firmamento, hoy verdiazul celeste, color que siempre le atribuyen los pintores a esta gran bóveda, y, solo, en raras ocasiones, los poetas. Y paseando por este verdiazulado firmamento ejercito mis músculos, porque en el cerebro están los caminos de la imaginación, sobre la que recorro los mundos. Son mundos de verdes praderas, de agrestes montañas, o de nevadas colinas, donde dioses de blancas túnicas y luengas barbas, contemplan, un tanto horrorizados, un mundo que se les ha ido de las manos, porque, de haber sabido el resultado de lo que creaban, seguramente lo hubieran hecho de otra manera. Y, a veces, me sumerjo en el agua – lo de lanzarse es cosa del pasado – y hago un largo, que, ahora, – lo que es la vida, – es verdaderamente largo, porque en una piscina de doce metros, ni siquiera ese cerebro, hacedor de potencia, me permite nadar mucho más.