El día nacía con calma, entre la bruma de un sol mortecino propio del otoño. Todo era silencio en aquella clínica, hasta que el llanto de un niño movilizó las risas, los abrazos, y las conversaciones, relativas a tan fausto acontecimiento. No era el primero, lo que, al parecer, después de las alegrías referidas al recién nacido, pocos se acordaron del evidente sufrimiento de la madre. Todos sus hijos se formaron, soportando largas temporadas de molestias, sin desatender sus otros deberes, y todos se alimentaron de forma natural, en un esfuerzo realizado durante pocas horas al día, y durante muchos meses, porque entendía que era la mejor alimentación que podían recibir. Durante los días y las noches, sin solución de continuidad, los fue cuidando, sin que pusiera de manifiesto mas inquietud y dolor, que los que pudieran afectar al desarrollo de cualquiera de ellos. Con gran ilusión preparó la ropa, y su cartera, en el momento de iniciar su camino en aquel parvulario, y se le saltaron las lágrimas, cuando los dejó llorando el primer día en que comenzaron. Rebosaba alegría cuando, al recogerlos cada día, y abrazarlos, los sentía colgados de su cuello, mientras los llenaba de besos. Nadie, como ella, veló sus noches de insomnio, ni sintió la angustia presionando su pecho, hasta impedirle respirar, por cualquier enfermedad que, para ella, siempre era grave, por leve que el médico la considerara. Estuvo junto a ellos, en el duro camino de la pubertad, cuando las fobias llenan la mente de la juventud, y la sumergen en abismos de dudas. Soportó sus cambios de humor y sus llantos inesperados. Apoyó y enderezó sus ilusiones, cuando las veía vagando por indecisos caminos. Sonrió viendo sus amores idealizados, y su cara sonrojada, cuando le confesaban su desilusión porque no habían sido correspondidos, y su nuevo semblante, cuando la ilusión volvía a renacer. Se convirtió en eje de la familia, haciéndose cargo del ingrato trabajo de su administración; de la resolución de los problemas que surgen en el diario quehacer de cada casa, cuando los ingresos siempre son insuficientes. Renunció a sus propios deseos, limitando su actividad al cumplimiento de unas obligaciones, por las que nunca recibió muestras de agradecimiento. Nunca expresó queja alguna, y siempre mantuvo su sonrisa, cuando llegó la monotonía de la vida, combatida con el único placer de verlos crecer. Disfrutó, como triunfos propios, los escalones que iban superando, por pequeños que fueran. Alentó, a cada uno de ellos, para que no cejaran en sus ideales. Renunció a cualquier cosa que pudiera satisfacerla, para que ellos alcanzaran la meta propuesta. Cuando se independizaron, sacrificó su bienestar si alguno necesitaba ayuda, y el único pago que esperaba con ilusión, era que se acordaran de llamarla, al cesar algún riesgo que pudieran correr, y de vez en cuando, para que le contaran cosas de sus vidas.
      Y desapareció, de la misma forma en que vivió, sin ruido alguno, dándoles, en el postrer momento, su última prueba de amor. Esperó a que estuvieran todos reunidos, y se despidió con una sonrisa, quizás para evitarles el dolor que sentirían, o tal vez para indicarles lo feliz que había sido, a pesar de la dureza del camino recorrido.
La Madre
(Porque lo nuestro es pasar)

Llegará de la Madre el día
Cuando Mayo esté florido
Con el perfume extendido
De primavera tardía

Llegó de la Madre el día
Recuerdos y sinsabores
Miro el campo y veo flores
Que no supe darle en vida

Pasó de la Madre el día
Y de corazón lamento
Que no dije, en su momento
Lo mucho que la quería

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