Estaba cayendo la tarde en el traspiés de la noche. La estrellas se repartían por el firmamento, sin haber encontrado su sitio. Mas que verla, se adivinaba la claridad. Las montañas que limitan la vista del horizonte, se habían iluminado, con un color verdirrojo que la naturaleza, siempre sabia, había armonizado.
          Salía la luna. Al principio un pequeño arco y, poco a poco, un gran disco rojo vivo, que dominaba el ambiente. Un gato que dormitaba, empezó, con rapidez inusitada, a responder a la llamada de alguna gata en celo, y, estoy seguro, que en aquellas enormes fincas de toros de mi querida Salamanca, mas de un astado bramó salido, al dulce roce de una vaca.
          La sombra de los pequeños árboles, fue desapareciendo. El labriego, empezó a guardar, según su hábito, las herramientas, ya limpias, que usaba cada día.
          La casa, a su llegada, estaba totalmente tranquila, compensando el duro oficio, mientras la madona, iba y venía, preparando las habituales sopas.
          El perro que no había perdido de vista al amo en ningún momento del día, reposaba, lengua fuera, junto a la pata de la mesa, esperando que, en breves momentos, se repartiría aquella cena, única comida de su día.
          Un niño lloraba, en una canasta de madera, hecha con el amor del padre, que, en su quehacer, muestra, con los hechos, lo que es incapaz de decir con las palabras.
          La Luna, caminando por sendero conocido, había recorrido una parte importante del arco, que en la eterna rigidez del universo, está obligada a completar. Roja y plena, dejaba entrever las sombras de las montañas, que arropan los sueños de los mortales.

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