El sol se iba ocultando tras el Tibidabo, marcando el final del día. En la casa de aquel charnego, había un movimiento inusitado, tratando de atemperar el supremo acto, aquel en el que, en unos instantes, pasas de ser todo, – porque, aún, el pensamiento cree que rige el destino, -a formar parte de la nada. Mientras el médico controlaba los aparatos que facilitan el final del camino, en la cabecera del enfermo se encontraba una mujer, que por la tristeza que reflejaba su actitud, debería ser la esposa del paciente.
En un rincón, formando parte de la escena, un hombre, de mediana edad, taciturno, traje gris, camisa blanca, corbata negra y el alzacuellos, propio de su ministerio, presenciaba la escena. Parecía inquieto, como si tuviera prisa por ejercer alguna actividad para, cuyo ejercicio, le estorbaba el médico. Varias veces, había instado a la esposa, mediante un señalado movimiento de cabeza, a salir de la estancia, para comentar, con los familiares y amigos, que los acompañaban las incidencias de tan triste, y doloroso, trance.
Al parecer, se discutía el momento propicio, para ejercer sobre el moribundo las consideraciones y súplicas necesarias, para morir en la, llamada, gracia de dios, con lo que la familia estaba de acuerdo Pero el enfermo, no creyendo que, lo que le esperaba, a pesar de los rezos, fueran un mundo mejor, se negaba a recibir los últimos sacramentos, y, dadas las expresiones que usaba para tal renuncia, el cura se encontraba incapacitado para ejercer su ministerio, y, aseguraba, que si no cambiaba su vocabulario, no podría aplicarle los divinos óleos, ni darle la absolución.
Terminada la revisión del médico, se reunieron todos fuera de la habitación, para determinar el camino a seguir. Apenas le quedan unos minutos de lucidez, aseguró el facultativo, -y siguió-, lo que tenga que hacer dese prisa.
En un rincón, formando parte de la escena, un hombre, de mediana edad, taciturno, traje gris, camisa blanca, corbata negra y el alzacuellos, propio de su ministerio, presenciaba la escena. Parecía inquieto, como si tuviera prisa por ejercer alguna actividad para, cuyo ejercicio, le estorbaba el médico. Varias veces, había instado a la esposa, mediante un señalado movimiento de cabeza, a salir de la estancia, para comentar, con los familiares y amigos, que los acompañaban las incidencias de tan triste, y doloroso, trance.
Al parecer, se discutía el momento propicio, para ejercer sobre el moribundo las consideraciones y súplicas necesarias, para morir en la, llamada, gracia de dios, con lo que la familia estaba de acuerdo Pero el enfermo, no creyendo que, lo que le esperaba, a pesar de los rezos, fueran un mundo mejor, se negaba a recibir los últimos sacramentos, y, dadas las expresiones que usaba para tal renuncia, el cura se encontraba incapacitado para ejercer su ministerio, y, aseguraba, que si no cambiaba su vocabulario, no podría aplicarle los divinos óleos, ni darle la absolución.
Terminada la revisión del médico, se reunieron todos fuera de la habitación, para determinar el camino a seguir. Apenas le quedan unos minutos de lucidez, aseguró el facultativo, -y siguió-, lo que tenga que hacer dese prisa.
Los familiares, a requerimiento del cura, le permitieron dejarlo a solas con el enfermo. Durante un tiempo que pareció eterno, se oyeron voces y blasfemias del moribundo, entremezclado con siseos del religioso, hasta que todo quedó en silencio y el cura asomó la cabeza para decirle a los familiares que podían pasar, que iba a darle los últimos sacramentos. Los presentes se encontraron con el cura cubierto con una barretina, aplicándole unos ungüentos en la frente, y con unos siseos desconocidos. Aquel hombre, con cara de pocos amigos, exhaló el último suspiro.
Preguntándole al sacerdote, por la nueva indumentaria, y el cambio de actitud, en cuanto a la administración de los últimos sacramentos, contestó sonriendo: No lo he convencido de que se confesara, ni de que se arrepintiera, pero, el triunfo ha sido mayor, he conseguido que hablara catalán en sus últimos momentos.
Ante la extrañeza de los contertulios, les explicó: Durante la discusión, me dijo “estic fins els collons de sentir-te”,(1) y, ante el milagro que se había obrado, de que hablara la nostra llengua, la gloriosa, (veritas lingua,Roma dixit)– cayéndoseme las lágrimas – me cubrí la cabeza con los sagrados ornamentos de nuestra nueva república, y, aunque no pude ungirlo con los santos óleos, le administré la extrema unçiò, nuevo sacramento que, instituido por nuestro bien amado Caudillo, Puigdemont, abre el camino a la ansiada libertad de nuestro Pueblo, siempre constreñida por la pérfida bota castellana, desde el principio de los tiempos.
(1) Estoy hasta los cojones de oírte. (Trd. del autor).