La Danza de las Musas XII

El Contrato IV                                   

Clemente entendió que, haciendo el trabajo, podría estudiar las horas que quisiera, y mirándole a la cara y ofreciéndole la mano, le dijo:

—Señor, estoy muy contento de trabajar para usted. Querría dos o tres días para ir a casa, contarles a mis padres lo que voy hacer y ver si necesitan algo. Si salgo el jueves, el lunes estaré dispuesto a trabajar.

El patrón, estrechándole la mano que le ofrecía, le dijo:

—No hay ningún problema con que te tomes esos días, ¿necesitas un contrato?

—Usted y yo ya nos hemos dado la mano, ¿para qué es un contrato? —preguntó Clemente.

—Para que tengamos por escrito lo que hemos hablado.

—Lo escrito quizás no lo entienda, pero que yo trabajo en su finca, cobrando, y, además, usted me paga el costo de los estudios, lo entiendo muy bien. Y, como confío en usted, no necesito nada.

Le gustó al patrón la contestación, y dijo:

—Dejaré una nota, diciéndole a Suzanne lo que hemos acordado, por si me ocurre algo.

Se despidieron y cada uno se fue a sus quehaceres.

Al día siguiente, Clemente, aprovechando que el capataz iba a Madrid, se fue con él. Salieron temprano y llegaron a la capital española a la hora de comer. Aunque Clemente quería salir inmediatamente para su casa, el capataz lo animó a quedarse, al menos una noche, lo que les permitiría pasear por el centro y ver algo del Madrid nocturno. Se instalaron en un hotel de la plaza Benavente y se fueron a comer a la calle de la Victoria, no sin antes pararse a tomar unas gambas de aperitivo en un bar popular, que estaba totalmente lleno. Comieron el menú en un restaurante cercano y se fueron a dormir un poco la siesta. A las cinco de la tarde, Clemente, que ya estaba nervioso por ver la gran ciudad, empujó al capataz, a quien al parecer solo le interesaba la noche y prefería dormir para después estar fresco. Pero no tuvo más remedio que estar a las seis en la calle. Fueron a la Puerta del Sol, subieron a ver las Cortes, la Gran Vía, la Cibeles, la Puerta de Alcalá y volvieron hasta la Telefónica, donde tuvieron que sentarse en una de tantas cafeterías a tomar un refresco, porque el paseo los había agotado. El capataz le propuso a Clemente picar algo en cualquier bar de los alrededores y después, si le gustaba el flamenco, ir a ver un espectáculo, que, a su decir, era de los mejores de España. Aquello a Clemente lo entusiasmó, porque era muy aficionado, y nunca había estado en un tablado

 Sigue en "Alaró domingo"

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