La Danza de las Musas
VII.- Clemente
Si alguna tarde, el patrón estaba sentado con su hija Suzanne, Clemente procuraba pasar sin ser visto. Rodeaba las casas y volvía a través del campo para que no lo invitaran a sentarse, evitando hacer el ridículo, porque ante la niña apenas podía articular palabra. La única vez que ocurrió, sintió que el rostro se le encendía, balbuceaba, el corazón desbocado parecía que iba a cerrarle la garganta, daba vueltas a la gorra, no era capaz de alzar la vista y había desaparecido la apostura innata que el patrón conocía.
—¿Te pasa algo? —le preguntó el patrón.
—Nada, estoy un poco resfriado —le contestó azorado.
—Tienes que cuidarte, aquí las noches son frías —le recomendó Suzanne, con mucha sorna, o al menos fue lo que creyó percibir Clemente, y acabó de hundirlo, sobre todo porque no encontraba razón alguna para que le ocurriera tal cosa.
La vendimia llegó a su fin sin muchas cosas más que resaltar. Clemente, desde que los descubrió Suzanne, evadía los requerimientos de Juana, de la única forma que lo podía conseguir, huyendo. Procuraba terminar pronto de cenar y, la cabeza gacha, sin mirar a ningún sitio, se marchaba. Como a Juana no le fue difícil encontrarle sustituto, al principio solo lo utilizaba cuando Clemente había desaparecido, pero, al poco tiempo, dejó de insistir con él. Al día siguiente de haber ordenado las herramientas, recogida toda la uva en el lagar, se entregaron las liquidaciones. Clemente, igual que Genaro y Ernestina, estaban satisfechos. No habían ahorrado lo esperado, pero era una buena soldada. Los dos hermanos, como tenían previsto, se irían al pueblo, pero Clemente, sin darles el motivo, les dijo que esperaría uno o dos días más antes de decidir. La verdad era que cumplía los deseos del patrón, que le había rogado que esperara ese tiempo, porque quería hablar con él.
El año, al parecer, había sido magnífico. La uva tenía mucho grado y la cantidad recogida era excepcional. Se preveía una de las mejores añadas de vino, por lo que los propietarios lo celebraron organizando una cena de despedida para todos los que habían colaborado. Contrataron a un cocinero y varios camareros, pusieron unas mesas solo para niños, y, el resto se distribuyó en mesas regulables, donde encontraron acomodo por grupos afines, y la mesa principal estuvo presidida por el patrón, su esposa, a quien veían por primera vez, y Suzanne. Sirvieron entremeses de los productos de la finca; un hojaldre relleno de ensaladilla rusa, que, según dijeron, se llamaba volevent a la reine; asado de cordero lechal; dulces caseros y manzanas. Todo ello regado con un tinto, reserva de la familia, que en poco tiempo alegró el ambiente.
Nada más acabar de cenar, notando que el vino iba subiendo el tono sonoro de las conversaciones, madre e hija se despidieron con un saludo y se marcharon, sintiendo el aplauso que se produjo espontáneamente, lo que, sin duda compensó el sacrificio que, al menos la madre, había hecho, acudiendo a tan alborotada cena.
El patrón fue, mesa por mesa, despidiéndose y emplazándolos para la próxima temporada. Al día siguiente, al amanecer, empezaron a marcharse, incluido el personal fijo que tomaba vacaciones, y, al mediodía, solo quedaban dos de los capataces, una mujer de servicio, una cocinera y Clemente. Y el patrón, porque Suzanne y su madre, al parecer, se habían ido a París....
Continuará en Alaró Domingo



