La Danza de las Musas
V.- Clemente
No obstante Genaro y Ernestina, tenían decidido que, si no encontraban nada para trabajar en invierno, se irían al pueblo, y, de cara a la primavera, antes de Semana Santa, si tenían suerte, se irían a trabajar a Mallorca. Habían coincidido, en una vendimia anterior, con un andaluz, llamado Manolo Andújar, con quién tenían una buena relación, que trabajaba, todos los veranos, en un hotel, y les había prometido que, si querían desplazarse, les encontraría trabajo, en la misma organización, y en algún puesto que pudieran desempeñar. Harían allí la temporada de verano, en otoño la vendimia, y el invierno a casa, para ayudar a los padres, en el poco trabajo que había que hacer en tal época, cobrarían el paro, y, apenas gastarían. Por supuesto que si Clemente quería, no creían que hubiera inconveniente alguno para que los acompañara, pero, no sabía por qué, Clemente, nunca se pronunciaba, decía que había tiempo, aunque la propuesta, en principio, le agradaba. Alguna noche, cuando, teóricamente, iba a recostarse en su árbol, reflexionando sobre su mundo, sosteniendo el pensamiento en sus ambiciones, se encontraba, con Juana, que había seguido rondándole, y, ante la que había cedido, más que por su presencia y simpatía, porque la juventud de Clemente, desbordada, se declaraba incapaz de aguantar la castidad durante mucho tiempo. Es verdad que gozaba de la simpatía de, prácticamente, todos los trabajadores, y, con seguridad de muchas de las trabajadoras, con las que, podía haberse relacionado como con Juana, pero, no quería mentir. Sentía vergüenza, y creía ofensivo, proponer, a una compañera, desconociendo su forma de pensar y actuar, una relación, afirmando, de entrada, que su intención no pasaba de unas relaciones sexuales simples, sin promesas, ni futuro. Con Juana, después de haberse negado, alguna vez, más con la huída que con las palabras, fue ella la que, sin el menor pudor, le aseguró que no existía motivo de preocupación, ni por la posibilidad de sentirse atado, por compromiso alguno, ni por los riesgos de posibles embarazos, que ella prevendría, dado que estaba casada, y quería seguirlo estando. Y así, liberado, aceptando la sensibilidad que su luna interior les iba marcando, dos, o tres, veces a la semana, recorrían el camino hacía el viñedo, y, al amparo, de una frondosa cepa, ya preparada, se liberaban, mutuamente, de lo único que les unía, y volvían, por separado, a sus respectivos aposentos, torturado el cuerpo, y, a veces, apesadumbrada el alma, por el temor indefinido que produce la falta de identidad, entre lo que provoca la pasión y lo que la mente acepta. ****VI
Continuará en Alaró Domingo