La Danza de las Musas

II.- Clemente                                   

Aprovechó para sacar el carnet de conducir, que fue fácil, porque tenía mucha experiencia en llevar alguno de los tractores que iban inundando el campo, y, algunas veces, un camión pequeño que les prestaban, para hacer algún transporte, que los bueyes no podían.

Cuando le propusieron  irse a la vendimia, enseguida aceptó,  aunque fuera un trabajo temporal.  Este trabajo empezaba en el mes de Septiembre,  fecha en que habían recogido la cosecha propia, y había apurados los pocos jornales que hubiera producido el verano. Tenía un pariente lejano, llamado Genaro, de su misma edad,  que,  desde hacía años, se desplazaba para  vendimiar, entre cuatro y seis semanas a  Francia, concretamente, a Sainte Paix. Le facilitó su incorporación, en la próxima temporada. Tendría alojamiento en la finca; el patrono, le aseguraba, era serio, y, cuando acabara tendría unos ahorros para seguir su camino, aún desconocido. Bien es verdad que tendría que trabajar diez horas diarias,  de sol a sol,   a lo que estaba acostumbrado, y obtendría, dado que tenían alojamiento y se hacían ellos mismos la comida,   mucho más de lo que había pensado que podría ganar, en el pueblo,   en todo el año. Le enviaron los documentos necesarios, como el contrato de trabajo, el alta en la seguridad agrícola, y la fecha en que debía empezar a trabajar, que era el primer lunes de septiembre.  A finales de Agosto inició su traslado, a través de Valladolid, Burgos, y San Sebastián.

 

Llegó a Saint Paix, al atardecer del sábado de la semana anterior,  a la que empezaba el trabajo. El capataz, un manchego de unos cuarenta años, residente en Francia desde que tenía veinte,  le había reservado una litera en una habitación común de hombres,   e instaló, en dos basares, que había al lado de la cama, las pocas cosas que componían su equipaje. Un traje en uso, de pana; unos pantalones viejos de trabajo, unas abarcas, unas  botas, un impermeable, dos mudas de ropa interior, una maquinilla de afeitar, con un paquete de hojas, una pasta para el mismo fin, cepillo de dientes, pasta, un peine y una fiambrera, que le habían insistido que debía llevar porque a mediodía se comía, en el campo,  a la sombra de las vides. Fue a saludar a Genaro, con quién cenó ligeramente lo que había preparado, su hermana Ernestina,  en un comedor común,  e, inmediatamente, se  fue a dormir,  dado que llevaba más de un día de viaje.

A la mañana siguiente pudo visitar todas las instalaciones  de la finca. Era, casi un pueblo. La finca denominada Bregaron, se formó como resultado de la unión de las fincas del matrimonio propietario.  Una enorme extensión era viñedo.   Otra zona. regadío, donde se cosechaban patatas, remolacha, algo de alfalfa, para los animales que tenían, y, el resto,  una parte de monte bajo, en los que pastaban algunas ovejas, y cabras, y, el resto secano, para trigo, avena, etc. Pertenecía al Ayuntamiento de Sainte Paix, pequeña ciudad agrícola de unos diez mil habitantes, a cuatrocientos kilómetros de París y a cincuenta de la frontera española.La casa principal, estaba formada por una especie de castillo, redondo, con las almenas coronando los muros de lo  que, en su tiempo, debió de ser una fortaleza. Las ventanas estaban protegidas por rejas de hierro grueso retorcido, y la puerta debía medir tres metros de ancha, por cinco de alta, cerrada con una puerta maciza, de madera de roble, de dos jambas, que se acoplaban al semicírculo que cerraba la parte alta del portal, construida de piedra tallada. En las dependencias del piso de arriba, vivía el matrimonio, propietario de la finca,  con dos hijas, ya mozas, entre los diecisiete  y los veinticinco años, de muy buena presencia, según  decían. En otra edificación detrás de la casa, vivía el equipo de empleados fijos. Enfrente, mirando desde la edificación, había una gran explanada, que estaba unida por la izquierda, con  un camino bien asfaltado. Entroncaba  con la carretera general que llegaba hasta Sainte Paix. Al frente, cerrando la explanada, había una pared, como de sesenta centímetro de alta, y a dos o tres metros, de esta, una mesa larga, como para veinte comensales, al cobijo de unos frondosos árboles, centenarios, cuyas enormes copas, protegían  del sol en verano, y colaboraban a mantener la paz de los atardeceres, en cualquier época  del año. Sobre la pared había una serie de macetas con las flores propias de la estación. Había rosas de varios colores, pero las rojas eran las de mayor atractivo. Y la citada explanada a la derecha, se unía con el camino que llevaba al campo,  y que procedía de las naves, que usaban los trabajadores.

Como a cien metros de la casa, por la parte de atrás, se habían edificado dos naves grandes donde se encerraban los animales, tractores, camiones, camionetas, coches y aperos de labranza; en otra nave, de una altura equivalente a dos pisos, estaba instalado el lagar, y grandes tinajas de acero inoxidable, a las que se accedían por una escalera pegada a cada una de ellas, y, todas, se unían, a través de un puente. Cada una tenía, a un metro del suelo, un grifo que debía servir para realizar las catas.  Al costado, había seis naves para alojar a los trabajadores que acudían, en diversas temporadas, para realizar las faenas del campo, y, cada una,  tenía una sala de duchas comunes, con varios retretes. Formando un solo cuerpo con las naves mencionadas, pero con entrada independiente, había un gran comedor, con una pantalla de televisión, de, al menos, dos por tres metros, utilizada a través de  un proyector y unas veinte o treinta mesas. Separadas por un mostrador, como el de un bar, había unas cocinas enormes de hierro, calentadas, a todo lo largo, por leña de la propia finca.

Por las noches, el comedor, además de ser utilizado  para hacer la comida fuerte de la jornada, servía para que pudieran ver la televisión los domingos, sobre todo, los que transmitían futbol o corridas de toros. Las casas tenían alojamiento para unos cincuenta trabajadores. Aparte existían algunos pequeños apartamentos para los que acudían con esposa e hijos pequeños,  que, durante el día correteaban por la explanada, formada por  las casas y las naves. Y algo más atrás, había una serie de naves, desperdigadas por el campo, para tener recogida la cosecha de cereales, que, al parecer, debía ser importante.

Paseando, se desplazaron hasta  un montículo, desde dónde se veía una parte de la finca, precisamente la viña en la que trabajarían. Era enorme. Se unía, prácticamente, al horizonte. Las cepas  formaban enormes hileras, dejando amplios caminos entre ellas. Su verdor, contrastaba con la aridez del campo, en una armónica estructura,  que atemperaba  el esplendor de aquel verde intenso.  Clemente se quedó maravillado. En su pueblo, los trigales también se extendían hasta el horizonte,  y le vino a la mente la sensación de tranquilidad que le inundaba el pensamiento, cuando sentía la  brisa y   la suave ondulación de las espigas, como un aliento sostenido, que recorriera la meseta. Pero este viñedo, además, tenía la alegría que le proporcionaba el brillo  de aquel verde, que fraccionaba el  paisaje.

El inicio de la aventura que suponía dejar la casa de siempre, dejó de acobardarle, dando paso a la alegría interior, que produce  la esperanza. …….

 

Sigue el próximo  "Alaró-Domingo"

 

ALARO
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