La Danza de las Musas

I.- Clemente                                   

Clemente Velasco López nació en Villanueva, un pueblo de la meseta que era  un páramo. Enormes extensiones de tierra, sin muchos árboles, donde reposar la vista. Los padres, y los padres de sus padres, habían sido trabajadores del campo, con poca tierra,  viviendo del jornal,  cuando lo había. La dureza del clima y las tierras de secano, permitían recoger, una buena cosecha cada cuatro o cinco años. Las casas eran de adobes, sin baño, ni agua corriente. No tenían forma alguna de atemperar el clima,  cuando los fríos inviernos, dejaban  pegada la mano a la mancera del arado, y, los duros calores del verano, abotargaban la mente. Las calles embaldosadas con cantos, sobre los que, frecuentemente, resbalaban los  bueyes  uncidos al yugo de los carros, constituían el  único medio de transporte, que utilizaban la mayor parte de los campesinos. Se aseaban con el agua helada, que  traían en cántaros de una fuente común, y las necesidades corporales las  hacían, bien en el campo, bien en los muladares, que era el sitio donde se almacenaban los excrementos de los animales  y que formaban parte del corral de la casa, donde picoteaban las gallinas, encontrando una parte importante de su alimentación. La vida era miserable. Los niños, niños, se divertían apedreándose con los de las calles vecinas. Pasada esa niñez, apenas con nueve años,  con el dolor del padre, y, sobre todo de la madre, tuvo que trabajar, desde que el alba despuntaba el día, hasta bien entrada la tarde, sin que su salario, con el que aportaba el padre, cubriera totalmente las necesidades de la familia. Era hijo único de unos padres, no viejos por la edad, pero avejentados por la forma de vida.  La madre, era la primera que se levantaba a preparar el almuerzo, mucho antes de que cantara el gallo anunciando el amanecer. Consistía en sopas de ajo, y algo del cerdo que era la base de la alimentación y que mataban cada año.  No usaban plato, comían todos en la fuente, y el cerdo, lo ponían sobre el pan, y lo iban cortando  con la navaja, que formaba parte de los utensilios que, siempre, llevaban encima. El padre, trabajaba, a temporadas,  en  casa de D. Manolo, “el amo”, propietario de una buena extensión de tierra, para cuyo cultivo usaba, hasta que se decidiera a comprar un tractor,  cuatro parejas de bueyes,  y, además, tenía, unas vacas de leche, que necesitaban ordeño dos veces al día, sin fiestas, ni vacaciones, y, cuando estaban para parir, dormía en la cuadra, por si se producía el parto, sin que, por supuesto, tuviera libre al día siguiente, ni se le compensara de forma alguna. Para subsistir necesitaban  añadir, el cultivo de  un pequeño huerto propio,  los huevos de las gallinas, y el cerdo, que con dificultad cebaban. Además el vino del año, lo hacían de las uva de una parcela de vides, de unos mil metros, que por esas tierras los llaman majuelos. ///

Había ido a la escuela del pueblo, en la que un maestro con gran dedicación y cariño, le había enseñado a leer; someramente a escribir, y, hacer cuentas, que era como se llamaba a las cuatro reglas, las matemáticas más básicas. Las necesidades económicas,  frustraban lo que, sin duda, por su voluntad y agudeza mental, hubiera sido un buen estudiante.

Los mozos, como se llamaba a la juventud, tenían pocas diversiones. Algunos bares, donde solo había vino, gaseosa, y algún refresco de los que empezaban a promocionarse por la capital. Los domingos, había baile, en el denominado Casino, donde se relacionaban los chicos y  las chicas, y si se iniciaba un noviazgo, con seguridad terminaba en boda,  porque todos se conocían y era una afrenta romper un compromiso, si no existía una causa muy grave. El procedimiento, tanto comercial como humano, era el mismo. La palabra era sagrada y, el que la incumplía, dejaba de ser una persona seria, de la que, en el futuro se desconfiaba. De vez en cuando venían jóvenes, de ambos sexos, de fuera, bien por tener amigos, bien por tener familiares, con las que se tomaban otras libertades y, no era frecuente, pero ocurría, ver alguna pareja, rondando por las eras, buscando la obscuridad, al amparo de cualquier arbusto.

Cuando cerraba la noche, en cualquier época, excepto en invierno, Clemente se sentaba bajo aquel manto de estrellas, único que conocía, y su imaginación volaba hacia otros espacios que acogieran su esperanza, como la batalla vencida de su lucha por la supervivencia. Respiraba hondo, aspirando la libertad que le daba la naturaleza, pero enseguida cejaba, ante el oscuro camino, cuyo desarrollo desconocía y, cuya meta, era incierta.

¿Cómo llegar a  esos mundos de los que la gente hablaba cuando venían a la feria? Ni siquiera podía traerlos a su imaginación mientras dormía, porque estaban detrás de la  duna fantasma, que  cerraba su mundo.

Mientras pasaban los años, aumentaba su fortaleza física, medía metro ochenta, y el trabajo del campo lo mantenía delgado. Moreno de cara, y, según las chicas, guapo. Su semblante, serio,  reflejaba paz interior, seguramente producto de la conformidad, a que la naturaleza obliga. Iba  arraigando en su mente  el deseo de recorrer otros caminos, de que se cumpliera alguno de sus sueños, de llegar a otros parajes donde la vida se desarrollara sin la penuria de sus días actuales,  y el futuro fluyera, lento y tranquilo, forjando su destino.

 

Cumplido los dieciocho años,  le planteó a su familia el deseo de marcharse. El pueblo languidecía. Antaño, en una finca media, cien hectáreas, se necesitaban, para recoger  la cosecha, entre quince y veinte hombres, durante cuarenta días, ahora, con los tractores,  se recogía y guardaba en dos días, y, apenas, entre dos o tres hombres. El pueblo, no era sitio de paso hacía ningún destino. No había tren y solo un autobús,  a Salamanca, con malas carreteras, a donde se desplazaban, recién realizada la recolección, durante unas horas,  con motivo de la feria de San Mateo, como único viaje del año.

Con la tristeza de la madre y, el permiso del padre, que comprendía la necesidad de trabajar, para tener una vida digna,  empezó a prepararse  su partida. Se le planteaban varios problemas. No sabía hacía donde ir. No tenía preparación para orientarse, y, lo más importante, cuando lo supiera,  necesitaría algún dinero, seguramente en cantidad superior, a la que componían sus  pequeños ahorros. Pero tenía voluntad de trabajar, y un espíritu de sacrificio fuera de toda duda,  y, esta conjunción, pensaba, solucionaría muchos, o, quizás, todos, los problemas que puedan presentarse en la vida, salvo los inevitables. Así que empezó a preguntar a conocidos del pueblo que, a su vez, conocían a otros que, en su momento, también habían salido a trabajar. Necesitaba un trabajo al que pudiera incorporarse de forma inmediata, un lugar donde poder vivir, cuando llegara, o dónde pudiera encontrar acomodo en dos o tres días, que era el tiempo que, calculaba, podría pagar una pensión barata. Con su preparación no tenía grandes ofertas, mucho menos en trabajos estables, que eran sus pretensiones.

Estuvo trabajando de peón de albañil en Salamanca, durante un año, pero tuvo que dejarlo, por las dificultades del transporte, para cumplir el horario. Prácticamente, otro año, lo pasó trabajando en una finca cercana, lo que le permitía ir a casa los domingos, que era una comodidad, porque su madre le tenía preparada la ropa de la semana siguiente, pero el patrón era un presuntuoso miserable, vocinglero, grosero y mal pagador, por lo que, solamente siendo un inútil y pobre de espíritu, lo habría podido soportar y, Clemente, no lo era. Cumplido el tiempo acordado, Clemente, aunque no le gustara, siempre procuraba cumplir, lo dejó.

ALARO
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Casa Montaña
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