El día ha despuntado con apariciones alternativas del sol. Las montañas se dibujan en el horizonte, recortándose contra un cielo plomizo, como si quisieran unirse, a lo grisáceo que se presume el resultado de la elecciones. El jardín, y el campo, en general, ponen de manifiesto un silencio poco habitual, dada la frecuencia con que se oye el ladrido de perros lejanos, o de ruidos misteriosos que se extienden por los espacios, sin que sea posible identificarlos, y que impiden sentir esa extraña soledad que acompaña al silencio profundo. El bar del campo de futbol, donde, frecuentemente, desayunamos, estaba prácticamente vacío, mientras la televisión proyectaba la repetición del último programa de José Mota. Las calles tenían una concurrencia normal, pero la plaza estaba llena a rebosar. Los niños jugaban entre las mesas de los bares, llenando de colorido el ambiente, produciendo enorme satisfacción al transeúnte, que los admira mientras pasa, y la cortés tolerancia de las personas que ocupan las mesas, que soporta sus juegos y carreras, aunque les impida disfrutar de la tranquilidad que pretendían encontrar. Lo bares, con las terraza llenas de una juventud, que, seguramente, habían cumplido la obligación de votar, ponían de manifiesto, vaso en mano, su alegría, a través de conversaciones entrelazadas, y con risotadas continuas, dando la impresión que las palabra no tenían significado alguno, y que la risa procedía de la festividad que impregnaba el ambiente. En el camino hasta el local de Son Tugores, donde teníamos que votar, encontramos a muchos conocidos que, vestidos de domingo, iban o venían de ejercer lo que era la principal actividad de este día tan señalado. Saludamos a un amigo que controlaba el depósito de las papeletas, y volvimos a pasear, con el sonido lejano de la voz del presidente de la mesa, diciendo, nuestro nombre y apellidos, con la apostilla de ¡vota! .