El sol se levanta temprano y, casi siempre, me encuentra dormido. Es un revolucionario de los tiempos, un provocador de las madrugadas, un desestabilizador de mi sistema de vida. Consigue que, cuando amanezco, – yo nunca me despierto antes – Él, haya hecho una parte importante de su trabajo. Seguramente, ha paseado su calenturienta mirada por los valles, a veces verdes, y otrora agostados, precisamente cuando personas de carnes blancas y faldas cortas, inundan la Isla. Con seguridad, ha iluminado las montañas de la Sierra de Tramontana, porque, cuando amanezco, siempre las veo, grandes e impávidas, protegiendo el valle que acuna a este pueblo, que, no sé porqué, no tiene mar. Habrá ayudado a crecer la alfalfa de los privilegiados lugares en que crece, alimentada por el agua salada. Habrá acariciado las playas, sobre las que parejas, sucias de arena, habrán visto un amanecer ilusionado y habrá calmado las mareas, que, la luna, en sus ratos de ocio nocturno, empuja los mares.
 Cuando me incorporo a su mundo, normalmente sestea, permitiendo que, el cambiante dios de los vientos, impulse unas corrientes de aire que refrescan el ambiente, y que los marineros llaman S´embat. Son leves brisas que consiguen que cabeceen las barcas de vela, amarradas en los puertos, como si fueran blancas palomas tratando de iniciar el vuelo, o enormes banderas inclinándose como signo de paz, ante un ataque de la naturaleza a la que no pueden vencer.
 Los atardeceres son diversos. En tiempos fríos, cuando se oculta entre nubes brumosas y oscuras, parece que me abandona, obligándome a sentarme en el salón, y leer algo, raramente el periódico, mientras se me cierran los ojos, entrando en el mundo de las fantasías, porque cuando se llega a una cierta edad, los sueños solo son fantasías, bien sobre el mundo que pensaste, y no fue, o sobre determinados abrojos que ensangrentaron el camino de una vida, que se ha pasado esperando encontrar una esperanza.
  En Enero, cuando Europa se hiela, mi relación con el gran astro, es placentera. Mediado el mes, nos invaden, las llamadas calmas de enero, que son como una primavera de paz. La temperatura se mantiene en los dieciocho grados, el cielo está limpio y azul, el mar en calma, las flores de los almendros blanquean la Isla, y el frescor en la cara, libera la mente. En este tiempo, el declinar del sol es suave. Veo, desde el despacho, como se oculta, en un envoltorio de nubes blancas, expandiendo sus rayos hacia el infinito, y en otros momentos, el firmamento enrojece, como si un cúmulo de rosas y guirnaldas se hubieran fundido para despedir, con un homenaje de fuego, un día que nunca volverá.