Estamos en silencio, en el silencio de la soledad, en el silencio de un mundo enfermo, que distribuye el enclaustramiento para preservarnos de la herida, evitando que los cielos se desgarren, para que el silencio no sea eterno.
Reducido en el despacho, oigo el silencio de la montaña, enorme, serena, presidiendo la armonía de un pueblo que mecido por el silencio y la soledad, se refugia en las casas, y al calor de la familia, con las conversaciones de hechos pasados, y con el recuerdo de cosas simples, que les producía sensaciones, hoy desangeladas, huyen del silencio que produce la soledad y el miedo.
Ha empezado la primavera, con un sol resplandeciente, alumbrando el nuevo día, y en el silencio del campo, empiezan a surgir, los olores del azahar, que llega como la esperanza de que el silencio, oyendo el libar de las abejas, el rojo intenso del árbol del amor, pronto se llenará de ruido, de ese ruido tumultuoso que llenará las calles; del ruido convertido en murmullo, cuando suenen, de nuevo, las palabras de amor, de una juventud que despierta a nuevas sensaciones, a nuevas ilusiones, a nuevas empresas, en el duro navegar de un mundo ahora en silencio, pero a veces turbulento, que será el despertar de este mundo herido.
Se extiende la pandemia de unos seres extraños, que, como nuevos colonizadores, tratan de encontrar el sitio reservado para ellos, por dioses enigmáticos, que, nos imponen el silencio para sobrevivir, y que, por algún motivo, se olvidan de estos humanos, que hechos, al parecer, a su imagen y semejanza, siempre, en alguna parte, renacerán, y volverán a soñar, esperanzados, con esa mañana soleada y luminosa, y con la mente llena de una fantasía de colores, permanecerán en un mundo que nunca morirá.