Caía la tarde sobre la Avenida Mohammed V. Renacía la primavera en todas las actividades que se desarrollaban en lo que era el centro de Tetuán. Un matrimonio, con la esposa a punto de dar a luz, y con la madre de ella, se dirigían al hospital militar, única clínica aceptable en la zona norte, a pesar de que el ejército español se había retirado a la península, como consecuencia de la reciente independencia de Marruecos.
A la llegada fueron recibidos por una recepcionista, enfermera, al parecer, quién dirigiéndose a la madre, le rogó que se sentara que, enseguida, vendría la comadrona para hacerle la primera revisión. Que dios le conserve la vista, pensó el marido, viendo a su esposa con el “bombo” de una mujer al final de un embarazo, y su suegra, que, apenas, pesaba sesenta kilos.
La espera fue corta, enseguida apareció la que, dijo ser, la comadrona; cuarenta años, guapetona, y con la simpatía de una genuina andaluza, expresó su alegría, esta vez a la parturienta, porque era la primera vez que asistiría a un parto, ayudando al nacimiento de una nueva vida el día de su cumpleaños. Instalados en la habitación y, pasada la revisión, dijo que habría que esperar a que la naturaleza siguiera su curso, y, mientras tanto, los invitaba a tomar una copita, para celebrar tan señalado día.
El marido se quedó con su esposa en la habitación, y la madre/suegra se fue con la comadrona, aceptando la invitación. Volvieron, y como el feto no daba, aún, señales de vida, volvieron a seguir la celebración, empezaron a llamarse de tu, las carcajadas resonaban en todo el hospital, las expresiones de ambas, se volvieron estropajosas, y, lógicamente, el parto no progresaba haciéndose imprescindible las presencia del ginecólogo.
Sobre las nueve de la noche, al fin, apareció el médico, disculpándose, porque los ensayos de la obra de teatro que se estrenaría en pocos días, y de la que era el protagonista, se habían retrasado, y, enseguida empezaron las recriminaciones a la comadrona, y, dada la situación del parto y las risas incoherentes de la comadrona, en connivencia con la madre, jurando en hebreo, y maldiciendo como un gitano, los echó a todos de la habitación para hacer tranquilo su trabajo. Como se supone, ambas siguieron sus excursiones etílicas, y el marido entretuvo la espera leyendo Las Uvas de la Ira.
Poco antes de las doce, el ginecólogo, le dijo al marido que llamara a una enfermera, dada la incapacidad de la comadrona, a fin de que le ayudara porque había nacida una niña. Arreglada, y con ella en brazos, le preguntó a la madre el nombre de la niña, y convino con el padre, dado que eran las doce en punto, que la partida de nacimiento pondría el veintiuno, para que siempre recordara que había nacido con la primavera.
Aquella niña, a quién su madre puso de nombre María de los ángeles, hoy cumple sesenta años. ¡¡¡Felicidades!!!