

Cada año en el Recuerdo. El Padre
Era un tallo alto, en medio de aquel rastrojal. La primavera lo había encontrado salpicado de nudos, sobre los que iban apareciendo diminutas yemas de hojas verdes, cuya fotosíntesis les permitía alimentarse, transformando el ambiente. Fue creciendo regado por el rocío del amanecer, y acunado por suaves brisas, procedentes de vientos pasados. Durante los meses de verano, su verde se atenuaba y las hojas se reducían levemente, ahorrando los esfuerzos que le permitirían, llegado el momento, crecer con más fuerza. Se cimbreaba al empuje del viento del otoño, adquiriendo la fortaleza que habría de permitirle soportar, los gélidos inviernos de la meseta, y el peso del carámbano, que, aunque de momento, podía paralizar su crecimiento, a no tardar, gotearía hasta inundarlo, a fin de poder medrar, en la siguiente primavera. A través de los años, aquel arbolillo se convirtió en un robusto árbol, de sólidas raíces, cuya ramas fueron creciendo con la savia que les proporcionaba, y cada primavera, al final de cada rama, surgían flores blancas, alimentadas, igualmente, con la savia que les llegaba a través de tan hermoso y sólido tronco. Cada año lo podaban, sirviendo alguna rama para replantar lejanos campos, otras para producir calor, o para convertirse en magníficas vigas, sobre las que se afianzaban las viviendas, que estaban transformando aquellos rastrojos, en un pequeño pueblo. Muchos de sus habitantes, charlaban al amparo de las sombras que proyectaba, o meditaban sentados en el suelo, apoyando la espalda sobre su sólida y rugosa corteza, o, tal vez, encontraban inspiración, en las ondas que emitía. Su estructura era capaz de soportar los ataques del mundo exterior, con sus cambios inesperados, y servir de apoyo a las ramas, que aún no se habían desgajado. Llegaron primaveras, sonriendo a nuevos retoños, de los que las abejas libaban el polen, y los pájaros entonaban sus trinos de cortejo, tratando de aparearse. Pasaron los calurosos veranos, los vientos desestabilizadores de tantos otoños, o los crudos inviernos, que resquebrajaban la corteza donde se habían formado profundas arrugas. Y con la misma secuencia, con parecidos vendavales, con generaciones de niños jugando, que posteriormente gozarían de su sombra, pasaron décadas, y, un día, sin motivo alguno, de forma silenciosa, sin que las ramas, otrora fuertes, lo detectaran, el tronco empezó a secarse, y, casi en un instante, solo quedó la carcasa. Las personas que lo habían utilizado, lamentaron su inesperado final; las viviendas, que sostuvieron sus vigas, callaron respetuosas; los pájaros enmudecieron; los esquejes, que se replantaron en lejanas tierras, mandaron sus flores, cubriendo tan queridos despojos, con un manto de suave perfume e inmaculada blancura; las luciérnagas iluminaron los caminos; los cielos adelantaron su atardecer; las nubes, ennegrecieron, y vistiendo de riguroso luto, se unieron al cortejo, permitiendo que apareciera una luna resplandeciente, para que las tinieblas de la noche, jamás cubrieran su memoria. |