Ha llegado el otoño. El sol, tan duro en el tiempo pasado, se va debilitando entre el frescor de la mañana. La hojas, livianas en su sequedad, ruedan a través del jardín, hasta ocultarse en cualquier rincón para hibernar. Retardan la pérdida de un verdor que, cumpliendo leyes de la naturaleza, nunca volverá. Son como ilusiones de juventud, dibujando estelas misteriosas sobre un futuro, determinado por los vaivenes de vientos desconocidos.
           Ha llegado el otoño, cubriendo de brumas paisajes eternos, permitiendo que los cipreses respiren, horadando las nubes blancas que aparecen tras la tormenta.
           Ha llegado el otoño, y con él, el recuerdo de otros tiempos; la visión, sin añoranza, de otras épocas. El pensamiento estrellándose con el futuro incierto, de un cuerpo joven, que podía ver la ilusión escrita en la frente, cuando su figura se reflejaba en el espejo, al iniciar el día.
           Ha llegado el otoño, con la serenidad paseando por la tranquila arboleda de los montes, desde los que se ve pasar la vida, con la discreción de viejo pensante.
           Ha llegado el otoño, viendo con inquietud el declive de la naturaleza, pero con la esperanza que expande el color de los arces, y otras especies, cuyas hojas colorean enormes campos, en otras partes de este mundo, o cubriendo las riveras de ciertos ríos, en una rotación constante, como si las estaciones de los años, resurgieran al mismo tiempo que otras se extinguen.
           Ha llegado el otoño. En algunos momentos, la lluvia fina riega los campos sedientos; en otros, las tormentas arrasan caminos, convertidos en cauces de ríos, que la naturaleza nunca había proyectado.
           Ha llegado el otoño, como preludio del invierno, que enfriará un mundo convulsionado, como si esta estación influyera en sus movimientos.
           Ha llegado el otoño, mi otoño, otra hoja caída del calendario de la vida. Otra rama quebrada del árbol de mi existencia.

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