Está terminando diciembre, y, con él, el año. Es un mes en el que empieza el declive de la naturaleza, y se fortalece la parte que sea capaz de pasar los embates del tiempo. Desde donde escribo veo los árboles del jardín, que representan el pensamiento anterior. Algunos se mantienen erguidos, desafiando temperaturas impropias de las islas, aunque gocen de los beneficios del Mediterráneo con sus suaves inviernos. Otros van perdiendo sus hojas, volando entre los vientos, desparramadas por los campos, formando parte de la tierra, que ayudará a prepararla para la primavera, mientras dejan desnudas las ramas como esqueletos retorcidos y encorvados, llamados a quebrarse, al mínimo empuje de cualquier tormenta.
Como todos los finales de algo, es tiempo de hacer el repaso de lo que ha sido más llamativo del año; revisar la situación de la balanza, cuya inclinación determina el estado de las cosas. Creo que es conveniente dejar aparte las cuestiones políticas, porque hemos presenciado la ambición degradante de un hombre, capaz de cualquier vileza, por alcanzar el poder. Unido a su “no” destructivo, caiga sobre él, el mayor de los silencios.
Hemos asistido, horrorizados, al trasiego de barcazas navegando sobrecargadas de personas, que abandonaban la tragedia de la guerra, para incorporarse a la miseria moral de unas naciones, teóricamente, en paz.
Hemos visto, países que cerraban el paso a verdaderas multitudes de caminantes. Cargados con la cruz de la desesperación, eran conducidos, en una trágica diáspora, al nuevo Gólgota, preguntándole, ¿ Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado?, al mismo Dios, al que se dirigió, hace más de dos mil años, aquel Insigne Crucificado, sin que, de momento, hayan obtenido respuesta.
Se nos ha informado, hasta la saciedad, de los miles de personas que han muerto ahogadas en el Mediterráneo, antaño cuna de la civilización, y, hoy, triste cementerio de las víctimas de gobernantes inmisericordes, matarifes de pueblos, que se desangran por su locura presuntuosa, o por su desmedida ambición.
Hemos contemplado, niños jugando entre charcos, en poblados de tiendas de campaña, desorientados, con la mirada perdida, buscando, seguramente, a la madre, sin cuyo amparo les parecerá imposible vivir, o deambulando por caminos embarrados, pretendiendo alcanzar la utopía, en una Europa injusta y poco caritativa. Han llegado a situarlos en terrenos de nadie, rodeados de alambradas, estampa de una segregación, que, en su momento, fue fase previa a los campos de exterminio. Y los mismos gerifaltes que muestran tales campos, convertidos en museos, con la pretensión de que la humanidad se sobrecoja ante aquellos crímenes, son los primeros que se olvidan y contribuyen, grosso modo, a que tan vergonzosa historia se repita cada día.
Pero, llegará el año nuevo, que presentirá la primavera de un mundo mejor, y, aunque la historia nos dice que nunca habrá paz en la tierra, quizás, nos traiga un poco de paz interior, que, en la vida que conocemos, es lo único que se parece a la felicidad. Felicidad que os deseo de todo corazón.