CUENTO DE SAN VALENTÍN
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Desde Es Verger se veía toda la llanura, en un típico día de principios de Febrero, cuando, paradójicamente, el frío invade la sombra, y el calor de un sol mortecino, seduce la mente, mientras los almendros se visten de blanco, como novias, que esperan ansiosas la llegada de la primavera, para, en la exaltación del amor, alumbrar, apenas en unas estrelladas noches, el ansiado verano.
Una pareja, con las arrugas de una vida hecha, descansaban cogidos de la mano. Comentaban su vida pasada, sus cuitas amorosas, fogoso amor que los arrastraba hasta insólitos lugares, con el murmullo jadeante de extrañas promesas, que se iban pausando, y se volvían silenciosas, cuando el deseo, satisfecho, encontraba la calma.
Comentaban, en su conversación, la grandeza de las montañas, tan próximas, en las que podían verse los líquenes, naciendo de las rocas, aceptando el milagro que la naturaleza no explica, pero que se afirma en nuestros ojos con la contundencia de la obra realizada. Admiraban la ondulada extensión del valle, fundiéndose con el mar, a través de San Salvador, sin saber si la tierra ha servido de contención a las aguas, o, aquellas, se han contentado con acariciar sus playas, mediante un suave, o borrascoso, oleaje, como vaivenes de la vida cuando están al viento las raíces. Lamentaban, el mundo cambiante. Este año, la pandemia estaba evitando aquellas aglomeraciones en los grandes almacenes, vendiendo su amorosa mercancía, cuyo precio era la medida de la magnitud del amor comprometido.
Esa parafernalia ha sustituido al eterno mundo de las ilusiones, donde la mente acaricia al ser amado, flotando sobre estrellas de fantasía, en el amanecer de la esperanza o sobre el declinar del ocaso.
Cuando los jóvenes sonríen viendo a parejas de avanzada edad, cogidas de la mano, no saben que ese sueño, lo siguen viviendo en la libertad que acompaña a la comprensión, en la confianza que entraña su mutua dependencia, en su profunda amistad, como sustento necesario para que permanezca el amor. Y, esa mano apretada, les permite ver pasar la vida, asistiendo al desarrollo de la familia, al bienestar de los hijos, al esperanzado caminar de los nietos, viviendo, cada año, el siempre ilusionante mundo de San Valentín.