Hoy ha pasado casi un mes desde final de año, y nadie, al parecer, ha pensado en recordar a D. Miguel de Unamuno, muerto el 31 de Diciembre de 1.936. El tronar de los cañones cubría España, las viejas piedras salmantinas amortiguaban el eco de la disputa entre la joven república y los militares; la garganta que gritó “venceréis pero no convenceréis” había callado, mientras los que los que lo llevaron a hombros, libres las ideas, sentían la cara azotada por el viento invernal que barría la meseta.
Siempre que, en los finales de año me acuerdo de D. Miguel, viene a mi memoria aquel, creo que fue Febrero de 1.952, cuando, con motivo de celebrarse el séptimo centenario de la Universidad de Salamanca, debía inaugurarse la biblioteca que había cedido a dicha Universidad, de la que había sido Rector. Días antes, los rumores que en aquellos tiempo suplantaban a las noticias, aseguraron que tal inauguración se había suspendido, y así fue. Unos hablaron de que el régimen quería castigar las tendencias liberales de D. Miguel, y, otros, achacaron la suspensión, a una pastoral del entonces Obispo de Mallorca, que lo acusaba de ser Padre de Herejes. Realmente nunca he sabido la causa, pero siempre me he inclinado a pensar que la Iglesia había tenido mas peso en la citada decisión, que los intereses políticos, dado que, en aquel momento, eran inatacables.
Sin embargo, nunca he podido entender porqué una parte de la Iglesia, al menos de la de entonces, aseguraba que D. Miguel era una espada blandida sobre la cabeza de la fe. Es cierto que formó, con Martin Heidelberg y Soren Kierkegaard, la cabeza visible de la corriente filosófica denominada Existencialismo. Pero, yo creo, que tal corriente, no era atea, simplemente consideraba las lógicas dudas que todos tenemos sobre el más allá.
Quizás, en aquella Religión Católica, que hoy llamaríamos ”fundamentalista” la actitud del danés Kierkegaard, cuando, con ira, puño en alto y cara al cielo, maldijo contra dios en las desiertas llanuras de Jutlandia, diera la sensación de que negaba a Dios. Quizás, cuando D. Miguel, en el Sentimiento Trágico de la Vida, dice que Dios es una X sobre la barrera que separa lo que la ciencia certifica como cierto, de lo que, aún, no tiene explicación, asegurando que de la barrera hacia acá todo se explica sin Dios, y de la barrera hacia allá, nada se explica, ni con Dios ni sin Dios, entendieron ataques que nunca existieron.
La angustia vital que definió el existencialismo no es la situación del alma caminando hacia el vacío, más bien es la duda que acosa al intelectual cuando debe enfrentarse con la esperanza/desesperanza de otros mundos, pasada la frontera de la muerte. Es la falta de seguro sostén en que reclinar el más allá, siempre incierto. Es la falta de unión entre lo que la mente considera cierto y la fantasía del predicado religioso.
Cuando Kierkegaard maldice, elevando la cara al cielo, aparentando que mira a dios, significa, solamente, la descarga mental contra un ser superior, por el que, se cree, agredido. Maldice contra una duda misteriosa, o, quizás, buscando un infinito inerte, porque la duda es angustia, y el vacío, paz.
Así vivió D. Miguel balanceándose en la duda, estremecido por la búsqueda de una fe insegura, acosada por su poderosa razón. Parece ser, que, siendo joven, y siguiendo la costumbre de aquellos tiempos, un día consultó la Biblia, y su dedo señaló el versículo, “ven y sígueme”, que interpretó, como la llamada de Dios, pero ya estaba en relaciones con la que había de ser su mujer, y no siguió tal sendero. Siempre estaría en su mente tal llamada, siempre la duda, que lo llevaba, como dijo, a crear a Dios con el corazón y negarlo con la mente.
Y con el corazón escribió su propio epitafio, esculpido sobre la lápida que cierra su nicho en el cementerio de Salamanca, “Acógeme Padre Eterno en Tu seno, misterio hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar”