Las estaciones, son como un garaje de personas, que buscan su salida a través de una única puerta, que repartirá, como el pensamiento, el destino de cada una. El tren espera, en una actitud cansina, la carga ignorada. De repente pita y aquella actitud cansina se convierte en nervioso movimiento. Bufa, renquea, serpentea, y, en su arrastre, mantiene un gracioso traqueteo a pesar de la soledad de la vía en que se mueve.
      A veces me gusta desplazarme en tren. Hace unos días, el Palma – Inca, rebosaba de gente. Iba un grupo de jóvenes, extranjeros, hablando a voces – también se hace en países allende los mares – y expresando en su idioma – aquel en que cada persona, hace el pensamiento palabra instantánea – las pequeñas historias de sus vacaciones. A su lado, apenas pude verlo, iba un hombre de unos cuarenta años; moreno; rostro con expresivas arrugas, que le llenaban la cara. Era como un trabajador del campo, esculpido en obscura y noble madera. Seguramente pensaba. Nunca se deja de pensar.
      La vida le había alejado de su tierra, como a los turistas, pero de diferente manera. Cuando nació, apenas en la niñez, empezó a realizar un trabajo, al que tuvo que renunciar. La tierra yerma, no admitía júbilo, y solo el agua podía acrecentar la esperanza pensada. ¿Mallorca? El azul del mar no era su agua, pero si la mezclaba con el duro trabajo podía dar el fruto que, teóricamente, la sal mataba.
      Y llegó. Por las saladas rutas de su ambición, por los húmedos caminos de sus deseos. Los principios duros, como el pedernal con que encendía el cigarrillo, como la roca que alardea frente al inclemente tiempo. Y triunfó; con el triunfo de los desheredados. La mente entretenida, la ropa limpia, el salario justo. Se levantaba al alba – siempre, como cuando nació, al alba – y empezaba su trabajo que le llenaba de orgullo. Era un hombre seco; de conversación, escasa; de busto, erguido, porte bravo y hacer honesto.
      La dirección le había entregado su confianza, a la que había correspondido sin mesura, con el marchamo de su alma. Y así había caminado, año tras año, sumiendo su lealtad en su ambición, acallando su ambición en el respeto, esperando un mañana mas tranquilo, y quizás amor.
     Sabia lo difícil de encontrarlo por su reseca imaginación, por su sentido austero; la juventud ya no estaba a su alcance; su caminar era distinto y en sentido contrario, a la corriente que hoy empuja a los jóvenes. Todo el mundo le decía que era fácil, pero la verdad, es que solo había encontrado, el simple desahogo, la visita rápida y candente, relaciones que llaman amorosas, sin que las palabras respondan al criterio. Había llegado a su edad, con la esperanza, legítima, de hacer un hogar, algo más que limpiar la bruma de las noches inquietas de deseo; y unos hijos en quién volcar sus vuelos, ahora, ya, vuelos de halcón, vuelos eternos.
      Y así, en esa armonía mental, había subido al tren. Y empezó a oír el obscuro idioma de los extranjeros, y empezó a ver aquellos enormes ojos, que le hablaban y se unió al grupo; acalló la vergüenza del inculto y habló, largo y tendido y empezaron los mundos a entenderse, surgiendo los misterios, porque nadie diría que es posible hablarse y entenderse por los ojos….con los ojos.
      El tren siguió serpenteando, en aquel camino de hierro, afrontando la vida.

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