Camino de un Amaneer
La tarde se cubrió de gris. La visibilidad descendía, como si el mundo empezara a ocultarse en una neblina espesa y somnolienta. Lo músculos relajados, se hallaban aquejados de un cansancio infinito. El solo pensamiento de moverse entrañaba la incapacidad de hacerlo. El consciente funcionaba aceptando la realidad del momento, pero, sin admitir, que un pie estaba en el estribo, a punto de que el próximo movimiento fuera cabalgar hacia mundos desconocidos, hacia el negror de la esperanza, sin la menor sensación de desesperación, hacia un no ser, si no complaciente, tranquilamente aceptado. El traqueteo de la ambulancia fue un descanso en el pensamiento.
El sufrimiento de los primero los días, se hizo insoportable, hasta el punto de pensar si merecía la pena luchar y sufrir, para seguir el tortuoso camino de un disminuido y lento porvenir, de un sobrevivir incierto, de un mundo del dolor y de fatiga, de inquietud, y, sobre todo, del doloroso negror de las noches. Los sueños eran machacones, con la sensación de no poder abandonarlos, ni siquiera despertando; películas inexistentes proyectadas de forma continua, sin el menor dialogo que pudiera mantener algún punto donde reposar la mente, despertando sin saber, exactamente, si había dormido o había transitados nuevos mundos, en lo que la fantasía era realidad y el claror de la mañana, nueva fantasía.
Siguieron noches en vela, en las que la mente recorrió campos ocultos, o inesperados, recuerdos de tiempos en el que el futuro no existía, porque la ilusión lo difuminaba, o. simplemente, porque no lo tomaba en consideración. Gozosos recuerdos de pequeños momentos, y dolorosos, cuando se vuelven a vivir los errores que se cometieron, y que, seguramente, se pudieron paliar. Todo dentro de una apacible duermevela.
El cuerpo cedía, a medida que la enfermedad avanzaba; se entregaba buscando el fondo donde reposar, buscando el nirvana de la nada. En aquel extraño deambular, el gesto conmiserativo del Dr. Peralta, - ¡no puedes abandonar! – fue como el grito de alerta del final que se presiente, levantando un poco el espíritu de un cuerpo, tan hundido y sensible, que entregarlo hubiera sido una liberación.
Y allí empezó la esperanza, pero, también, el sacrificio, porque los pequeños esfuerzos, cuando el cuerpo no responde, es como la flagelación de un sin sentido, como recomponer un vaso roto, viendo que los cristales te van lacerando las manos, con la diferencia que, aquí, la que se lacera es el alma, porque, la esperanza, siempre va acompañada de la duda, y la duda es inquietud, es angustia.
Pero en el extraño mundo que preside tales sensaciones, pasaron los días, las semanas, y en lontananza apareció, envuelto en una neblina, el leve resplandor de lo que sería un nuevo amanecer, en el duro invierno de la vejez.
